EL MITO, EL JUEGO Y LA CREACIÓN
Por Esteban Ierardo
Buenas noches.
Les propondré un camino donde los mitos, y algunas tradiciones orientales, y también algunas filosofías occidentales, nos impulsarán hacia una percepción de la realidad como unidad, y hacia la actitud de un dejar que las cosas se muestren en lo que son. Y, sobre el final, consideraremos el juego como un vasto acto creador.
El mito siempre es narración, una veratio narratio, una narración de lo verdadero. Al acercarnos al corazón de la experiencia mítica, debemos desactivar una identificación semántica habitual que nos hace suponer que el mito es sinónimo de ficción, de ilusión, de mentira, de pérdida de lo real. Todo lo contrario. La esencial del mito es ser un acto de expresión simbólica de lo real.
Dado que hablamos de narración, continuaremos nuestra disertación a través de la recreación de un narrar mítico. Recordaremos uno de los relatos paradigmáticos de la tradición hindú, que tiene a Indra, como su máximo protagonista (1).
Y ocurre en una oportunidad que Indra se encuentra ante un desafío. En lo alto de unas montañas un dragón llamado Vrtra, rodea con su cuerpo un lago. De esta manera, impide que el agua fluya y lleve su poder fertilizante hacia la tierra. Es así que para lograr que el agua se vierta en los suelos, Indra descarga su fulminante rayo. Mata al dragón. Y el agua fluye, y el suelo terrestre empieza a brillar con una incipiente vida fértil. Aquí Indra actúa como dios que consuma un supremo acto creador. Desde una perspectiva mitológica, la creación es un proceso vital por el cual el caos se transforma en un espacio ordeando bajo la conjunción del cielo y la tierra. La creación supera el caos primordial y entrega un mundo.
Para todas las mitologías, la primera realidad es aquella donde todo lo posible está confundido en una suerte de raíz matemática, potencial y caótica. El agua que aún no fluye y que impide la fertilidad, el agua retenida por el dragón, es el símbolo de la posibilidad de la vida que todavía no se ha manifestado. Es el agua vinculada con aquello que todavía no ha cobrado forma, es lo amorfo, es aquello que tiene los gérmenes de la vida. Indra, como dios creador, permite que la potencialidad del caos vinculado con el agua y lo amorfo devenga acto, creación.
Y este acto creador contribuye a una suerte de excesiva auto valoración por parte de Indra.
Indra ahora se siente un dios triunfante, victorioso. Cree que puede ejercer su poder completo sobre la tierra y el cielo. Y piensa que debe buscar algún signo visible que manifieste su grandeza. Entonces, convoca a Visvakarman, el gran artesano, el gran constructor, el gran arquitecto, con el propósito de erigir un inmenso palacio cuyo resplandor y cuya grandeza pueda propagarse a todos los rincones del mundo. Visvakarman acude al llamado de Indra. Escucha el proyecto del colosal palacio. Se encuentra con frecuencia con el dios. En cada nuevo encuentro, Indra le comunica algún nuevo detalle, alguno nuevo ornamento para que el palacio sea más grande y más brillante. Entonces, Visvakarman recuerda con dolor que él es un ser inmortal, que Indra es un ser inmortal y que, por lo tanto, la obsesión exhibicionista del dios puede durar eternamente. Algo desesperado, Visvakarman busca a otro divinidad: a Vishnú. El dios Vishnú es uno de los fundamentales dioses del el trimurti o trilogía del hinduismo, junto con Brahman y Shiva. Vishnú es el dios soñador. Mediante su sueño sueña este mundo. Y le da existencia. El universo existe, por lo tanto, dentro del sueño de este dios soñador. Vishnú sueña mientras se halla cómodamente recostado sobre la serpienta Ananta, que flota en un gran océano. De vuelta tenemos el agua, el líquido, lo potencial en el comienzo. Entonces, del ombligo de Vishnú emerge un loto. Y de entre sus pétalos radiantes, se yergue la figura de otro de los dioses fundamentales del trimurti: Brahma. Brahma es aquí, símbolo del universo manifestado, de la existencia que se despliega luego de ser creada.
Vishnú le dice a Visvakarman que no se preocupe. Él se encarga del asunto que lo aflige. Con una recuperada serenidad, el gran arquitecto retoma la construcción del palacio de Indra.
Y, al poco tiempo, se presenta en la corte del dios del rayo, un joven brahmin, alguien perteneciente a la casta sacerdotal depositaria de la tradición y la sabiduría. Pero este joven brahmin de piel azul y negra, se caracteriza por un especial resplandor, por un fulgor especialmente vivo. Que convoca la atención de los niños y toda la corte. Entonces, el portero del palacio acude ante Indra, y le dice que ha llegado un inesperado visitante que sería oportuno recibir en la cortedado dado que el fulgor que irradia denota una condición divina. Es así como el brahmin se presenta ante Indra. Al advertir el resplandor del palacio en construcción, el joven afirma expresa que efectivamente es la más colosal mansion que ningún Indra haya construido antes. Esta comparación inesperada provoca la sorpresa de Indra. ¿Existieron otros Indras antes? No es este el único Indra destinado a un gobierno eterno sobre las cosas producto de su victoria sobre el dragón que impedía que el agua de la vida fluyera. Y así, el joven brahmin le relata a la perpleja divinidad, que el universo no existe en una sola dimensión eterna. No. El universo es cíclico. El tiempo es circular. El mundo atraviesa periódicos momentos de aparición, desarrollo y destrucción. Una concepción de la temporalidad vinculada con el mito del eterno retorno, que fue desarrollado filosóficamente por los estoicos en la antigüedad greco-romana y que luego resurge, en su versión filosófica más difundida, en el eterno retorno nietzscheano. El universo se repite eternamente. A partir del sueño creador la de Vishnú, surge el universo, que se desarrolla en un tiempo que se conoce como el año de Brahma. La última etapa de este gran año cósmico es el Kali yuga, donde predomina el artha, el impulso de la posesión. El otro famoso dios Shiva, cumple entonces con una de sus misiones. Shiva refleja la ambigüedad, la ambivalencia de lo vital. En la vida se incrusta el estandarte de la contradicción, el juego de los opuestos complementarios. La vida no tiene un solo color. Es integración de la diversidad; es creación. Y destrucción. Estos dos opuestos son en principio complementarios. Porque el propio Shiva contiene la fuerza creadora y la fuerza destructora. La danza del Vishnú es la danza del fuego, el fuego que destruye el universo cuando ha llegado al fin el año de Brahma. Y esta fogosa danza que destruye el universo hace que todo lo que era forma regrese a lo amorfo, a la fuente primaria del ser. El orden agotado vuelve al frescor del caos líquido, del océano primordial; y, a partir de allí, resurgirá después otro universo. Y así la eternidad contiene una cantidad inconmesurables de universos. En el relato que estamos recreando simbólicamente, cada uno de esos universos aparece a partir de un parpadeo de los ojos de Brahma. Brahma abre los ojos, y surge un nuevo universo que fue antes destruido por la danza de fuego de Vishnú. Brahma cierra los ojos. Se destruye el universo. Vuelve a abrirlos. Y se vuelve a manifestar el universo. Y en cada universo existe un Indra. Y cada uno de estos Indras repiten la misma historia: la derrota del caos, una autovaloración excesiva, el deseo de una insaciable exhibición de la propia grandeza. Y, después, el caer...el caer en el reconocimiento de la vida sometida a la fugacidad, a lo efímero y al tiempo. Esta conciencia de la caída en lo temporal por parte de Indra en el relato, surgirá al presenciar un inesperado desfile del hormigas que irrumpen en la corte. Cuando el Brahmin observa el desfile de los diminutos seres, sonríe. Y, frente a esta risa, Indra, intrigado, le pregunta el motivo de su alegría. Y el Brahmin le manifiesta que cada una de las inacabables hormigas que integran ese desfile son cada uno de los Indras que han existido en los universos temporales que ya han desaparecido y que sólo sobreviven en una memoria eterna de lo divino.
Cada una de las diminutas hormigas fue, en algún momento, un Indra que se pretendía un rey o dios fulgurante, que todo lo podía gobernar. Indra finalmente comprende. Vuelve a ver la realidad. Acepta la finitud de su reino, y la necedad de todo sueño del poder.
La ilusión en la que vive Indra al principio, revela la necesidad del despertar, la necesidad de recuperar una percepción perdida de lo real. Lo real escapa al juego de las ilusiones y de las apariencias.
Uno de los caminos orientales para la recuperación de lo real perdido es el camino del yoga al cual Campbell en Los Mitos de la luz, y en otras obras, le dedica numerosos comentarios. El yoga es un ejemplo también de lo que es la asimilación simplificadora de la profundidad del Oriente en Occidente. En la década del 50, en el contexto de la contracultura norteamericana, el beatnik, el power flower, la difusión de lo oriental adquiere gran impulso mediante las famosas obras de Suzuki sobre el budismo Zen, y una conferencia de Umberto Eco sobre esta misma cuestión (2). En el caso particular del yoga, cuando esta milenaria disciplina oriental, iniciada por Patanjali en el siglo VI a.c, llega a Occidente, suele reducirse a un abanico de técnicas destinadas a aliviar al yo psicológico de sus vacíos y angustias. Por ejemplo, el yoga suele ser restringido a su primera etapa, al Hatha Yoga, el yoga corporal que consiste en el conocimiento del cuerpo, y la práctica de los asanas o posturas, y de la respiración y el control del prana. Pero el verdadero yoga es lo que el occidental promedio ignora, es el yoga vinculado con su raíz sánscrita yuj, que significa acoplar. La esencia del estado yóguico es la reintegración del individuo con una totalidad perdida. Este reintegra, o re-unir, es en realidad el camino de toda senda religiosa genuina. El llamado Yoga Raja, o yoga real, es el que busca despertar el conocimiento de lo divino olvidado.
En el contexto de la tradición occidental, en la antigüedad griega, Platón elabora una teoría de la educación o de paideia relacionada con la llamada anamnesis, con el recuerdo de algo que nosotros conocimos, vimos o experimentamos. Y después perdimos. En la concepción platónica el alma tiene una preexistencia, existió antes de esta encarnación. Son curiosos los posibles parentescos entre las tradiciones pitagóricas, órficas y platónicas y las creencias orientales en la vida cíclica y en la reencarnación. Platón suponía que el alma, antes de encarnarse en el soma o cuerpo y de estar dominado por el mundo de la doxa o la mera opinión, existía en la contemplación del mundo de las ideas, del eidos. Eidos es la palabra griega para hablar de las ideas como algo que puede ser visto. Las ideas en Platón no son entidades puramente sutiles, abstractas o metafísicas, carentes de algún tipo de manifestación precisa. Las ideas son formas; sólo que son formas que trascienden al mundo empírico; son formas que el ojo físico no puede ver, que únicamente son percibidas por lo que se conoce en la filosofía griega como el nous, o intelecto. El ojo de la mente puede ver el eidos, el mundo de las ideas. Platón imaginaba al mundo de las ideas como un gran triángulo. Mediante un método que es la dialéctica de lo ascendente, podemos llegar hasta la cúspide del orden triangular donde brilla la idea del bien. Y las ideas son eternas, son inmutables. Son la verdad profunda, que se vincula con el conocimiento, con la episteme. Antes de encarnarse, el alma contempló las ideas. El nous tuvo una percepción del eidos radiante y eterno. Este conocimiento de lo real, luego se pierde. Esta pérdida es presentada por Platón a través de una narración mítica, el mito de Er, que se halla en la segunda parte del libro décimo de La república. Er es un guerrero que, al morir, visita el más allá. Ve las realidades del trasmundo. Luego, retorna a la vida. Er descubre que todas las almas, al regresar a esta existencia terrenal, al reencarnarse, atraviesan el Leteo, el río del olvido. Olvidan así todo lo que se contempló en el trasmundo. Por eso, la educación, el conocimiento del sujeto encarnado, consiste en la anamnesis, el recuerdo de aquello que ya se conocía.
La mística oriental también busca ese camino.
En el caso del yoga, recordar un conocimiento que ya se posee o que ya late en lo profundo del sujeto, se relaciona con el despertar de una potencialidad espiritual llamada kundalini, presente en la parte inferior de la columna vertebral, a la altura del plexo. Kundalini es la serpiente. Es la imagen de una serpiente arrollada que yace en el fondo de la columna vertebral. La serpiente permanece dormida al principio. Luego, al despertar inicia un ascendente y lento camino por sietes chakras o ruedas. Es un camino que la serpiente tiene que recorrer gradualmente. La serpiente kundalini se desliza así desde el muladhara, el primer chakra (que en sánscrito significa "raíz"), hasta el sahasrara, el último chakra, ubicado en la coronilla donde se despliega el místico loto de los mil pétalos. El camino de la serpiente, su gradual expansión de la conciencia, le permite al hombre trascender la ilusión de la vida separada. Todas las religiones, por sus propios caminos, buscan disipar ese gran equívoco. Cuando percibimos el mundo de la multiplicidad, vemos que existen seres separados, cada uno dotado con su propia autonomía. Los animales, el mundo vegetal, el mundo de los minerales, y el hombre. La separación entre las distintas formas de vida es el primer dato que eclosiona durante nuestra visión de las cosas. Sin embargo, la vida múltiple y separada es ilusoria en tanto que oculta una realidad más subyacente y más profunda, que es la realidad previa a la multiplicidad. Es la realidad de lo uno. Tanto en Oriente como en la filosofía presocrática en Grecia, como en la propia filosofía platónica, como en el pensamiento cristiano medieval, la relación entre lo uno y lo múltiple es un tema esencial. ¿Cuál es el latido más profundo de la vida? ¿La multiplicidad o la unidad? La multiplicidad encierra un peligro que es la fragmentación, la separación. Las verdades se chocan, se enfrentan, no hay ninguna verdad que esté por encima de las otras. Todo está sujeto a la diversidad de las interpretaciones. La vida corre así el peligro de quedar descompuesta en un conjunto de interpretaciones opuestas, donde, muchas veces, cada interpretación busca imponerse sobre las otras. En la historia del cristianismo, este impulso ha derivado en la decisión de imponer por la fuerza su interpretación de la divinidad.
Cuando la conciencia espiritual se despierta, ya sea en el contexto de un Parménides, de un Platón o del yoga oriental, despierta la conciencia de la unidad. Que es la reintegración de las partes y los fragmentos en un todo. Cuando el yogui llega al loto de los mil pétalos, arriba al estado de la contemplación de la unidad trascendental o samadi. A un estado por el cual se produce lo que, en la tradición búdica, se conoce también como Nirvana. La recuperación de esa conciencia de la unidad, significa escapar a la ilusión de la multiplicidad, la vida separada y a la ilusión de la maya. La búsqueda oriental de la verdad es un intento de liberarnos del peligro de la maya. Muchas veces se entiende la maya como la percepción ilusoria de la materia como si fuera una existencia última; lo cual oculta la realidad más subyacente del espíritu. Pero esto genera la equivocada suposición de una concepción dualista según la cual la materia es lo ilusorio y el espíritu, como nivel inmaterial del ser, lo verdadero. Esto está profundamente alejado de lo que es el monismo idealista que atraviesa las distintas filosofías hindúes conocidas como las "filosofías arias", para las que el cuerpo y la materia no son lo falso frente a un espíritu verdadero, sino que son algo así como la manifestación exterior de un principio espiritual, Brahma, que en principio es invisible y eterno; y que Atman, el yo profundo debe intuir.
La maya se vinculada con una raíz que viene a significar algo así como crecer o producir. Es una raíz común a madre o a materia. La maya es la realidad en su potencia creadora de formas. La diosa es la que crea el tejido de formas materiales. La diosa crea las formas a través de un principio espiritual llamado shakti, que es la energía pura de la creación. Pero la maya, como tejido de las formas, es algo así como el preámbulo o el vestido de aquello que escapa a todas las formas. La maya se convierte en peligro cuando el individuo cree que el límite de lo real es el mundo empírico, la multiplicidad de las formas. Y no percibe que antes de las formas está aquello que escapa a toda forma y, por lo tanto, a todo concepto y a toda palabra. Esta profundidad que está más allá de todos los conceptos, es Brahman como ser indecible. Superar el peligro de la maya entonces no es negar la materia, sino advertir que ésta existe dentro de una inasible totalidad espiritual. No se debe negar el mundo material, sino reconocer que late dentro de un latido infinito, sin forma ni rostro.
Pero no sólo no debemos dejarnos engañar por la maya. Tampoco el hombre debe quedar encerrado en sus propios, límites, en el exclusivo mundo de sus propias leyes o en el mundo que sólo existe como proyección o creación del sujeto humano. Esta necesidad de salir de esta existencia autorreferencial, podemos ilustrarla a través un aspecto del pensamiento chino. En un clásico sobre la cultura china llamado Sciencia and Civilization in china, de Joseph Needham se alude a dos categorías diferentes categorías, el li y el Tse. El li alude a todo lo que es la ley natural. A la marca que el viento o una gota de lluvia puede ejercer sobre la delicada brillantez del jade. Es el poder de la naturaleza. Las leyes del universo material es el li. Por el contrario, el Tse es el orden de las leyes humanas, las leyes que el hombre crea. La diferencia entre el li y el Tse es lo que en Occidente se conoce como la contraposición entre el derecho positivo, la ley que el hombre introduce, y el derecho natural, el orden de una justicia divina o un valor ético preexistente. Cuando el hombre vive encerrado en sí mismo, vive dentro del orden de las leyes, de los valores, de las acciones y creencias que el hombre genera como una proyección de sí. Vive dentro de sus leyes, del orden del Se, olvidándose de la percepción de una posible realidad no humana, que es previa a toda cultura, a toda ley, a toda creencia humana. La recuperación del orden divino, del li, en la concepción china está relacionado con una práctica muy interesante que se conoce como el wuwei, "el no hacer". El no hacer no es negarse a la acción, sino que es hacer de tal manera que las cosas se puedan manifestar tal como son. Abandonar la violencia de exigirle al universo que se manifieste según nuestra propia interpretación, según nuestra propias leyes.
Existe una curiosa afinidad entre el camino chino de Wuwei y lo que puede ser una filosofía occidental, crítica de la modernidad cartesiana, como es el pensamiento heideggeriano. En su famosa conferencia sobre la cosa, Heidegger afirma que un centro de gravedad crucial de la modernidad es el acto de violencia que el sujeto cartesiano ejerce sobre las cosas. La época moderna, como Heidegger manifiesta famosamente, "es la época de la imagen del mundo". Esto no significa que la modernidad se defina sólo por tener una imagen o cosmovisión del mundo como la tienen todas las culturas. Todas las culturas tienen una Weltanschaung o una concepción del mundo propia. En la modernidad ocurre algo más. La propia realidad es una imagen, es una representación. Para el hombre cartesiano y moderno la realidad es proyectada y dominada por el sujeto. El objeto, la cosa, no brilla por sí sola. No resplandece en su propio fulgor. Por eso, el camino de la recuperación de la cercanía de la cosa heideggeriano y el camino oriental y chino del wuwei, tienen una gran afinidad. En estos dos caminos, el hombre debe dejar de proyectar su propio ruido, la cacofonía de sus propias leyes finitas. Para permitirle a las cosas que se muestren en lo que son.
El camino japonés para permitir que la cosa se manifieste en su propio brillo involucra al budismo zen. El zen es una derivación del budismo originario de la India, que después pasa a China y llega a Japón. En su raíz etimológica zen deriva del chino ch'an y éste a su vez deriva del sánscrito dhyana, que significa contemplación. El propósito del zen es recuperar lo real. Recuperar la contemplación de lo que la cosa es independientemente de las interpretaciones o imágenes del propio sujeto. Y aquí el yoga y el zen tienen un gran parentesco. Una de las imágenes más frecuentes del yoga es que la mente suele vivir constantemente como si fuera un estanque de agua donde el viento provoca una constante ondulación. Si pensamos que ese estanque de agua es una superficie reflectante, aquello que refleja el agua, el cielo, la tierra, la proximidad de los árboles, se verán como una realidad quebrada, como una realidad fragmentaria. El yoga busca una detención consciente, intencional, de las aguas del estanque para que, lo que antes se reflejaba como imagen quebrada, fragmentaria, dividida, ahora se manifieste en lo que es. Antes, cuando la mente estaba en un estado de movimiento y agitación, el cielo no se mostraba como cielo, la tierra no se mostraba como tierra; sólo se mostraban los fragmentos. Por lo tanto, el dominio de la mente conciente es la serenidad que permite contemplar rectamente lo que la realidad es. Por el contrario, en el camino japonés oriental del zen, la búsqueda de la detención de las aguas que transmiten imágenes quebradas, las aguas del estanque de la mente, no es un camino intencional, aunque este tema es más complejo. El zen busca una suerte de experiencia espontanea de lo que.
El kendo es un ejemplo de este mostrarse espontáneo de las cosas. El kendo es el camino japonés del dominio de la espada, donde el espadachín no busca doblegar a su adversario mediante una planificación, mediante un método de combate que gradualmente va asimilando y en el cual se va haciendo cada vez más diestro. El ataque no es algo dirigido por la conciencia, planificado por un método previo, sino que el ataque, la reacción a las embestidas del contrincante, surgirán desde un movimiento espontáneo. En esa espontaneidad lo que se busca es una suerte de vacío en la interioridad de la mente. Para el taoísmo, para el Lao tse del Tao te king, el vacío es el tao. Y este vacío es indecible, no puede ser forzado a manifestarse. La única posibilidad de que el ser vacío se muestre es a través de una espontáneo mostrarse. El camino del zen también busca preparar a la mente para la espontánea manifestación del ser. Sólo así el hombre vuelve a contemplar las cosas en su propia realidad. Cuando recuperamos la realidad tal como es, trascendemos el mundo de las proyecciones humanas.
Hemos explorado como el camino de los mitos y de algunas tradiciones, como el yoga, el pensamiento chino, el taoísmo o el zen nos conduce a una recuperación de la realidad como unidad, y como un dejar que las cosas se muestren en lo que son. Pero la realidad también puede mostrarse como juego.
A Joseph Campbell muchas veces relaciona la mitología con la producción de lo lúdico, con el juego. En su teoría del conocimiento, Kant usó la categoría del "como si". El hombre no puede conocer si existe Dios, pero puede hacer un juego: puede hacer como si Dios pudiera ser conocido. Y esto nos otorga un beneficio: que Dios se convierta en un modelo moral y guíe nuestra acción hacia una creciente purificación o elevación. Por lo tanto, en los mitos, los dioses pueden convertirse también en un juego. En el juego creador del universo. Que en la tradición sánscrita es la lisha. Los dioses juegan. Y jugando crean el universo. El mundo no es consecuencia de una necesidad. El juego es lo contrario de toda acción realizada de manera necesaria. La diferencia entre lo surge por el placer del juego y lo que se realizsa dsesde la nnecesidad, es pensada Federico Schiller, en sus famosas Cartas sobre la educación estética del género humano (3). Schiller afirma que al hombre lo mueven tres instintos: el instinto vinculado con la reproducción y la supervivencia biológica, el instinto de lo sensual; el instinto relacionado con la necesidad de imponer un orden racional a las cosas, el instinto de la forma. Y Schiller pretende descubrir o señalar un tercer instinto: el instinto del juego. El juego es el momento en el cual el hombre supera las exigencias del medio ambiente. Es cuando el hombre empieza a crear arte, y le adosa ornamentos o aditamentos innecesarios a las cosas bellas. La belleza rompe el estrecho círculo de la lucha animal por la subsistencia. La belleza, la creación artística de lo bello, es abundancia. Libertad. Juego.
Y el juego es expresión de la inagotable abundancia creadora de los dioses. El universo es juego porque los dioses lo crean, no por necesidad, sino para manifestar su libertad creadora. El universo es juego creador. Y el hombre debe participar en él desde una respuesta lúdica. Al jugar, el hombre crea. Como los dioses. Crea los mitos, el arte, las teorías científicas. Él mismo es continuación del juego divino primordial. La existencia que es lúdica creación no es fagocitada por la angustia existencial, ni por un paralizante escepticismo. Al jugar, el hombre, como manifiesta Gadamer, sostiene un libre automovimiento, un moverse que se da a así mismo sin opresivas o condicionantes determinaciones extrínsecas (4); al jugar, el hombre, baila en torno a un centro perdido, a la fuente del primer gran juego creador de los dioses. Este es el juego que mueve los pies que bailan. Más allá del cerco de todo racionalismo estrecho.
Muchas gracias.
Citas:
(1) Indra Indra es un equivalente en el contexto de la mitología griega de Zeus. Y no en vano, como destacaremos después, tanto la mitología hindú como la mitología griega tienen una raíz indo-aria común. Ambos dioses Indra y Zeus son dioses que corresponden a los llamados dioses celestiales, los dioses que gobierno sobre el topos urano, sobre el cielo. Gobierno en el cielo, su poder es el rayo, el fuego que se descarga sobre mortales o sobre posibles monstruos o entidades enemigas.
(2) Umberto Eco, Obra abierta, Planeta-Agostini, 1992.
(3) F. Schiller, Cartas sobre la educación estética del género humano, Madrid. ed. tecnos.
(4) El juego como pilar esencial de la creación artística es desarrollado por Gadamer, en su obra La actualidad de lo bello, ed.Paidós.
BIBLIOGRAFÍA:
Jopseph Campbell, Los mitos de la luz. Métaforas orientales de lo eterno, Buenos Aires, Marea Editorial.
Heinrich Zimmer, Filosofías de la India, Buenos Aires, ed. Eudeba.
Mitos y símbolos de la India, ed. Siruela.
Lao Tze, Tao te King (traducción Whilhem Reich), ed. Sudamericana.
Platón, La república, Buenos Aires, ed. Eudeba.
Daitzet Suzuki, Introducción al budismo zen, Buenos Aires, ed. Kier.
M.Heidegger, "La época de la imagen del mundo", en Senderos del bosque, ed. Alianza.
F. Schiller, Cartas sobre la educación estética del género humano, Madrid. ed. tecnos.
Hans-George Gadamer, La actualidad de lo bello, ed. Paidós.