LA VIDA COMO JUEGO
Un aforismo del psicólogo americano Alan Watts dice que la vida es un juego cuya primera regla es: esto no es ningún juego, esto es muy serio. Sin duda, Laing pensaba en algo parecido cuando escribía en sus Knots. «Juegan a un juego. En él juegan a no jugar ningún juego. Si les muestro que juegan, entonces falto a las reglas y me imponen un castigo por ello» (9, pág. 1).
Se ha dicho repetidamente en este Arte de amargarse la vida, que uno de los presupuestos fundamentales de la desdicha eficaz consiste en que la mano derecha no sepa lo que hace la izquierda. De este modo, uno puede jugar al juego de Watts o de Laing consigo mismo.
No se trata de imaginaciones ociosas. Desde hace mucho tiempo, incluso una rama de las matemáticas superiores, la teoría del juego, se ocupa de estos problemas y de otros parecidos. De este terreno vamos a sacar nuestra última inspiración. Como usted ya puede imaginarse, el concepto de juego, para los matemáticos, no tiene en modo alguno un sentido pueril y juguetón. Se trata más bien de un marco conceptual en el que valen unas reglas de juego muy concretas, que determinan cuál es la mejor conducta de juego. Ya se entiende que cuanto más inteligente y correcta sea la aplicación de las reglas, tanto más se optimalizan las posibilidades de ganar.
Es de importancia capital —también lo es para nuestros propósitos-la distinción entre juegos de sumas a ceros y juegos de sumas a no ceros. Miremos primero la clase de juegos de sumas a cero. Comprende los juegos innumerables en los que la pérdida de un jugador significa la ganancia del otro. Por esto, ganancia y pérdida sumadas dan siempre cero. Una simple apuesta, por ejemplo, se basa en este principio. (Hay juegos mucho más complicados en este género, pero no importa que nos ocupemos de ellos.)
Los juegos de sumas a no cero, en cambio -como ya dice su nombre—, son los que no igualan ganancia y pérdida. Esto es, la suma de los dos puede dar más o menos que cero; con otras palabras: en estos juegos ambos jugadores (o, si son más de dos, todos los jugadores) pueden ganar o perder. A primera vista parece complicado, pero pronto se le ocurren ejemplos a uno; uno de ellos podría ser la huelga. En este caso, pierden los dos «jugadores», los empresarios y los obreros, la mayoría de las veces. Pues, aun cuando el debate dé al final un resultado ventajoso para unos o para otros, no es necesario que la pérdida y la ganancia sean igual a cero.
Imaginemos además que la caída de la producción causada por la huelga, aprovecha a otro empresario del ramo que ahora puede vender más los propios productos que antes. En este caso, podría ser que nos encontrásemos de nuevo con un juego de sumas más a cero, si la situación resultante llegara a una correspondencia entre las pérdidas de la primera empresa y las ganancias ocasionadas para la segunda empresa. Aquí pagan el pato empresarios y obreros de la primera empresa, ya que ambos pierden.
Bajemos ahora esta problemática desde los campos abstractos de las matemáticas o desde las escaramuzas colectivas entre la patronal y los sindicatos al nivel de las relaciones humanas individuales. ¿Son éstas juegos de sumas a cero o juegos de sumas a no cero? Para responder a ello tenemos que preguntarnos primero si las «pérdidas» de uno corresponden a las «ganancias» del otro.
Aquí hay divergencia de opiniones. La ganancia, por ejemplo, que consiste en que uno tenga razón y demuestre que el otro está equivocado (pérdida), se puede considerar perfectamente como un juego de sumas a cero. Muchas relaciones son así. Para conseguirlo, basta con que uno de los dos no admita más que la alternativa de ganar o perder. El resto viene por sí solo, aun cuando al principio la filosofía del otro no vaya precisamente en esta dirección. Por tanto, basta jugar a sumas a cero en el plano de la relación, y uno puede estar tranquilo de que en el nivel objetivo, poco a poco, pero con paso firme, se manda al quinto infierno. Lo que pasa fácilmente es que los jugadores de sumas a cero, empeñados como están en la idea de ganar y de hacer la mejor jugada el uno al otro, no advierten la presencia del gran adversario de juego, el tercero que se ríe (aparentemente): la vida. Ante ella pierden los dos.
¿Por qué nos resulta tan difícil comprender que la vida es un juego de sumas a no cero?, que pueden ganar los dos juntos tan pronto como se deja de estar poseído por la idea de tener que vencer al otro y no ser vencido?, ¿y que —algo inconcebible para el jugador de sumas a cero- incluso se puede llegar a vivir en armonía con el gran adversario de juego, con la vida?
Pero ahora hago de nuevo preguntas retóricas a las que Nietzsche intentó responder en Más allá del bien y del mal al afirmar que la locura se da raramente en los individuos, pero que es normal en grupos, naciones y épocas. Pero ¿para qué nosotros, pobres mortales ordinarios, tenemos que ser más sabios que los desproporcionadamente más poderosos jugadores de sumas a cero, por ejemplo, los políticos, patriotas, ideólogos y hasta las superpotencias? ¡Dale que dale sin perder el ánimo! A más moros, más ganancia y aun cuando todo se haga añicos...